ni es perfecto, todo lo contrario, ni el que inicia el hilo es parapentista consumado sino polluelo en sus primeros aleteos. Por lo tanto, lo que parece indicar el título es rigurosamente falso y está dicho con bastante sorna. No obstante, puede que, a fuerza de analizar desastres y de corregir desaciertos – por los que tengan autoridad para hacerlo- estos testimonios se conviertan en un sucedáneo útil de ese libro que todo pajarraco con brazos debería tener en su mesita de noche: el Manual del perfecto parapentista. Aprovechemos los relatos que de sus andanzas vuelísticas haga un servidor y los que otros agreguen para tal fin.
La semana aeronáutica comenzó con bricolaje pues decidí cambiar los cierres antiguos de mi silla por los automáticos del arnés. Armado de lo necesario - bisturí, agujas, hilo resistente, cola, tijeras, lezna...- y de mucha paciencia, fui descosiendo los cierres del arnés y las hebillas de la silla y pegando y recosiendo los primeros a la segunda. Y lo he hecho con el mismo tesón y esmero con que el carnicero aliña el chorizo destinado al consumo propio, pensado que yo era el que iba a estar colgado de las perneras. Ante una duda, otra costura más. Cuando la he probado, no había color. ¡Vaya comodidad!
El viernes, acompañado de los agradecidos colegas Luisma y Pablo A, me acerqué por la tarde a Poniente. El día anterior habíamos desistido por falta de viento. Allí nos topamos con un desolado Laure que vio el cielo abierto cuando llegamos, sobre todo por poder organizar el transporte. En la subida recogimos a Julián el argentino, que había pinchado por allí. Lo embutimos a él y a su equipo en el derrengado Peugeot y llegamos al despegue los primeros. Julián, piloto avezado y generoso, nos asesoró sobre la forma de hacer top landing en la zona, evitando las turbulencias locales, y de cómo funciona el ciclo de las térmicas en la ladera. Luego despegó el primero colgado de una "2" y subió como un cohete.
Impaciente, intenté salir después yo y volví a fallar a la primera, acusando la falta de campa. A la segunda despegué bien y subí rápido. El aire estaba algo movidito pero ya me da igual para donde bambolee el parapente: controlo un poco mientras espero que se serene. Avaricioso de altura, alcancé hasta 250 metros sobre el despegue guiándome por el altivario, pero aún no logro centrar bien las térmicas. Cuando pita ascendencia en la ladera no se si es dinámico o térmico y si hay que girarla o sobrevolarla en ocho. Intenté ambas cosas con un resultado incierto. Otras veces volé por debajo del despegue sin pretenderlo. Observé como el resto se metía descaradamente en sotavento, volando tras la cresta, o se desplazaba al extremo opuesto al campo de aterrizaje. Quizás lo hacían con altura suficiente, pero yo me mantuve conservador.
Es curiosa la tendencia de los pilotos a ir al mismo sitio -imitación inteligente o espíritu gregario- está por desarrollar la Antropología Aeronáutica. Luisma alcanzó buenas alturas sin vario. Pedro A. también, pero con dicho instrumento. El primero, habilidoso y atrevido, hizo un “peazo” de top landing y despegó otra vez. Imitando los tráficos en aviación, me dediqué entonces a hacer aproximaciones al depegue, algunas bastante osadas para mi nivel, metiendo orejas y girando fuerte al llegar al paredón de detrás. Solo una vez estuve cerca de poder tomar. En el aire un buen número de parapentes, cada uno a su bola, punteaban de colores la suave monotonía del atardecer.
Cuando el sol empezaba a declinar tiré para el aterrizaje donde llegué alto –pánico me dan los cables- y tomé tierra con un fuerte efecto de gradiente y forzando la posición bípeda, tiempo hacía que no lo lograba. Detrás fueron llegando los demás, imitación inteligente… En el aterrizaje me encontré con Ana la mayorquina que, desatendida por la panda pijos de nuestro grupo, anda en las malas –buenas- compañías de la competencia. El acentito musical y las palabritas embaucadoras de los descendientes de los barcos te levantan una buena moza en cuento te descuidas, la mezcla porteña de sangre española e italiana más alguna gotita de siria o libanesa es lo que tiene.
El domingo prometía de verdad en Matalascañas, por fin, y allí llegué después almorzar en Bollullos del Condado. Tras dejar instalada a la socia en la arena, subí a la plataforma de despegue donde el viento estaba fuertecito, según me dijo Pablo A desde el aire. Este cabroncete mariposea por las dunas como los ángeles, señal de que echó sus alas aquí. Enseguida se acercó un grupo liderado por Leo –más o menos de mi quinta- que coordinó los despegues con la desinteresada solidaridad habitual en este deporte. No conocía mi nivel pero cuando le dije que me había formado con José Ramón (Jota) afirmó que es muy bueno y se prestó a ayudarme sin dudarlo. Suena a peloteo pero es verdad y un orgullo partir de tan acreditada escuela. Me advirtió de que no me dejara arrastrar detrás de la duna, enfrentándome al viento y metiendo acelerador si era necesario. Despegué muy bien y me dirigí hacia las dunas grandes con poca altura en principio. Pasado el camping, el montículo sube y forma una especie de ladera que tiraba bien, por lo que fui ganando metros, eso sí, muy enfrentado al mar y con el acelerador a tope, a veces empujando con las puntas de los pies porque está algo largo. Pilotaba más con el cuerpo que con los frenos. Es curiosa la sensación de volar estacionario como en un helicóptero. Cuando llegaba a la duna grande, vuelta para atrás, recordando la travesía del desierto que se comieron David y Pablo la semana pasada. Aunque el viento era fuerte, allí donde el acantilado era más bajo parecía que iba a pinchar y, de hecho, un colega estaba plegando en la playa. Me crucé con varios pilotos, incluyendo a Luisma y Pablo, a los que saludé a grito pelado, solo me faltaba una bocina como en los galeones. Estuve como una hora. Los otros llegaron algo más lejos para juguetear con la arena desde el aire. Me pareció que el mar brillaba diferente, visto desde donde volaba, y envidié a los que comparten en un biplaza estas sensaciones con alguien querido, todo se andará.