Vejer de la Frontera es un pequeño paraíso del vuelo al alcance de los mortales, afortunadamente poco valorado por el gran público parapentero. Allí volví a volar el sábado por la tarde, tras renunciar al de la mañana por aquello de "más vale estar en tierra deseando... etc, etc" Con la ayuda del instructor de una escuela Malagueña -argentino emparejado con londinense- salí al quinto intento del cuidadísimo despegue del lugar, el mejor conservado desde Despeñaperros para abajo.
Recorrí la ladera de norte a sur durante un rato, volando con la suavidad que dan las sábanas muy usadas recién lavadas. Al leve cimbreo tras cruzarte con otro parapentista le llaman allí turbulencia. A cincuenta metros por encima de la salida, montes por un lado, Conil por el otro, Barbate más allá, Marruecos en el horizonte y el mar por todas partes. ¿Quién da más? Juan, el piloto local de origen latinomaricano, se encarga de cuidar y organizar esa joya de sitio, para orgullo propio y satisfacción de los demás.
Recorrí la ladera de norte a sur durante un rato, volando con la suavidad que dan las sábanas muy usadas recién lavadas. Al leve cimbreo tras cruzarte con otro parapentista le llaman allí turbulencia. A cincuenta metros por encima de la salida, montes por un lado, Conil por el otro, Barbate más allá, Marruecos en el horizonte y el mar por todas partes. ¿Quién da más? Juan, el piloto local de origen latinomaricano, se encarga de cuidar y organizar esa joya de sitio, para orgullo propio y satisfacción de los demás.
Aterricé decentemente abajo -el top landing está reservado para expertos o locales- y, tras guardar el equipo, el amigo del Nuevo Continente me contó su historia.
El parapentista navegante
En mi país, pive, debes andar cientos de kilómetros para encontrar una laderita de donde despegar. Estaba harto ya de remolques a torno; para sentir el vuelo tienes que competir en altura con las montañas, de las que te sirves y a las que desafías. Mi sueño era volar en una zona montañosa, a ser posible cerca del mar, que el aire sin salitre es un gas inodoro.
Un día de otoño en que el cambio de estación me tenía más inquieto que melancólico, agarré mi vieja vela, la poca plata que tenía y, diciendo que iba a por tabaco, me acerqué al puerto donde un marinero borracho me farfulló que su portacontenedores zarpaba dentro de dos horas para Lisboa. Le invité a la penúltima copa y sujetándolo por el brazo me dirigí a la pasarela del buque, cómo quien ayuda a un colega más mamado aún que uno mismo.
Una vez en el barco, dejé al marinero durmiendo la mona en un camarote y me escondí en la bodega. Sentí arrancar el motor, la sirena sonar y el barco moverse, primero lentamente, luego más aprisa. Contento con la partida, me dormí bajo el rum rum de las máquinas.
Horas después me desperté... con la boca seca y un hambre atroz, ya que no había previsto la subsistencia a bordo, tan repentina fue mi decisión. Acuciado por la necesidad, me aventuré por la cubierta y al instante me acarició el olorcillo de un arroz condimentado con todas los aromas del Caribe. Observé a través del ojo de buey que parecía no haber nadie en la cocina, a pesar del guiso que hervía en una olla, y entré dispuesto a arramblar con todo lo que pudiera. No me dio tiempo ni a llegar a la mesa. Un chino casi tan grande como el armario que lo ocultaba me trincó con la zarpa que le dejaba libre la espumadera, arrastrándome ante el capitán tal que a un pollo desplumado cogido por el pescuezo.
Tres días después, me veía abandonado en Formigao, un peñasco deshabitado de los islotes de las Hormigas, al oeste de las Azores. De provisiones, un garrafón de agua, un cajón de galletas, mi vela y ahí te pudras. El mecánico del faro automático, único edificio del lugar, vendría dentro de dos meses y, si lo convencía, quizás me llevara a la Isla de Santa María. En vez de esperar a ver cuando se me terminaban las reservas, decidí salir de allí cuanto antes. Junto al faro encontré los restos de una cabaña de madera desvencijada por los temporales y me puse a la faena.
Usando una bisagra oxidada a modo de palanqueta, fui sacando clavos hasta tener una buena provisión. Después transporté los tablones a la playa, donde armé una balsa uniendo las maderas con los clavos. Un toldillo medio podrido me serviría de vela y el tronco un árbol joven y derecho, de mástil. Improvisé el cordaje con los alambres de una cerca arrumbada, que también me sirvieron para reforzar la unión de los maderos. La construcción de la balsa me llevó una semana.
Tres días después, me veía abandonado en Formigao, un peñasco deshabitado de los islotes de las Hormigas, al oeste de las Azores. De provisiones, un garrafón de agua, un cajón de galletas, mi vela y ahí te pudras. El mecánico del faro automático, único edificio del lugar, vendría dentro de dos meses y, si lo convencía, quizás me llevara a la Isla de Santa María. En vez de esperar a ver cuando se me terminaban las reservas, decidí salir de allí cuanto antes. Junto al faro encontré los restos de una cabaña de madera desvencijada por los temporales y me puse a la faena.
Usando una bisagra oxidada a modo de palanqueta, fui sacando clavos hasta tener una buena provisión. Después transporté los tablones a la playa, donde armé una balsa uniendo las maderas con los clavos. Un toldillo medio podrido me serviría de vela y el tronco un árbol joven y derecho, de mástil. Improvisé el cordaje con los alambres de una cerca arrumbada, que también me sirvieron para reforzar la unión de los maderos. La construcción de la balsa me llevó una semana.
Aseguré mi carga a bordo -agua, galletas y parapente- y zarpé de aquel pedrúsco inhóspito rumbo al Este, con tal optimismo que pasé de largo por las Azores y navegué directamente hacia el Viejo Continente. Los vientos empujaban alegres mi improvisada nave que avanzaba a cuatro millas por hora. Habían transcurrido diez días de buena navegación cuando el viento empezó a arreciar y se formó un temporal que ponía en peligro la travesía y mi propia existencia. El mar embravecido bamboleaba el inestable suelo, haciendo rechinar los amarres de los tablones, y olas enormes barrían la cubierta dejándome empapado y exhausto. La marejada cambiaba a fuerte marejada cuando uno de los embates del mar quebró el mástil, que desapareció arrastrando la vela de ocasión. La balsa se había convertido en un naufragio flotante, así que me preparé para perecer ahogado, abrazándome al parapente como si fuera el osito de peluche de mis terrores nocturnos, ahora multiplicados por mil. Pero el cansancio trocó la muerte por el sueño.
Desperté en un día luminoso en que la tempestad dejaba sitio a una brisa decidida, aunque no tenía vela para aprovecharla. Sobre la insegura superficie seguía el garrafón del agua y el parapente, pero las galletas habían sido pasto de los peces. O se me ocurría algo pronto o adiós, mundo cruel. A ver: un tablado para aguantar, agua para beber y mi vela ¡vela!. Saqué el trapo y me coloqué el arnés de vuelo. Me afiancé en la balsa atando el arnés a los restos de alambre que habían sujetado el mástil, aún fijos a la balsa. Después coloqué el parapente en coliflor y lo lancé al viento, abriéndose con decisión, como lo había hecho siempre. Por último, le di la vuelta en el aire, manteniendo el borde de salida hacia arriba y el de ataque hacia abajo, igual que cuando se le quiere quitar la arena de la playa. Funcionaba como una magnífica cometa, tres veces más grande que las de surf, de tal forma que avancé casi a la velocidad que alcanzan los veleros de la Copa América.
Paraba de vez en cuando para descansar y dormir, pescar algo -usando alambres a modo de anzuelos- y para recoger agua de lluvia. Así fui haciendo millas y millas, hasta recalar, veinte días después, en el cabo de Trafalgar, desde donde se divisa esta sierra de Vejer en la que hemos volado hoy.
- ¡Heróico! ¿Y la vela, la usas todavía?
- Quedó hecha jirones después de tanto arrastrar la balsa, pero cada cierto tiempo la saco a volar para que le de el aire.
- Parecerás el parapentista errante.
- ¿Y ese quién es?
- Otro día te contaré la historia.