Ganas tenía de poner los pies en el despegue, hacía lo menos mes y medio que nos los sacaba volando. En el punto de encuentro de Triana, Carlos inspeccionó la patrulla -prerrogativa del presi- pero no nos pudo acompañar esta vez. Descartado el Bosque y Matalascañas -época de anidamientos de las aves- los expertos decidieron que a poniente de Algodonales. En el aterrizaje, pusimos a prueba el Duster embutiéndonos dentro los cinco, más los correspondientes equipos, con la estrategia de sentar a los más voluminosos delante y un parapente acunado en nuestros regazos (regazo, según la RAE, enfaldo de la saya, que hace seno desde la cintura hasta la rodilla, parte del cuerpo donde se forma ese enfaldo, cosa que recibe en sí a otra, dándole amparo, gozo o consuelo, por lo que fuimos nosotros los que le dimos gozo al parapente, y no viceversa).
Arriba había buen ambiente a pesar de lo raro del tiempo. El cielo se poblaba de cúmulos bajos, alguno muy negrito, cirros y un viento loco, encaprichado en tumbar las velas a la inflada. Encontré a viejos amigos que reiniciaban el vuelo tras meses en los hangares. El personal fue saliendo, unos a la primera y otros con ayuda. De los nuestros Andrés el Valiente fue el primero porque a nosotros nos daba risa. Una chica quería más, le había parecido corto el biplaza, y las otras le dijeron que a la cola. La mayoría, tras un ratito en el aire se fue perdiendo por la senda del aterrizaje.
Mi readaptación fue una lenta preparación del equipo. Previamente estuve tomando vídeos a cámara lenta (el equipo graba a 300 fotogramas por segundo en vez de los 25 habituales) para mi estudio sobre el comportamiento del pie en el parapentista. Cuando todo el que quiso salió, improvisé algo de campa observando la tendencia del ala a girar a su derecha cuando sube, al menos tres de cada cuatro intentos, será una mala técnica. El resto de nuestra gente seguía a la espera, el viento se había echado, hora de su siesta, y yo opté por dar un planeito y grabar los aterrizajes.
A pesar del desentreno, el despegue salió de manual del perfecto parapentista: levantada -me sostenían el borde de ataque-, giro y carrera, flexionado el cuerpo hacia delante y los brazos atrás. Lo extraordinario fue lo que sucedió después. Cuando se esperaba que pinchara como neumático de postguerra, aquello empezó a tirar con alegría, tanto que volví hacia el despegue, que sobrevolé con altura, para animar a los restantes que no se hicieron esperar. A cuatrocientos sobre la cota observé como empezaron a salir casi en formación. No entendía lo que estaba pasando hasta que vi sobre mi cabeza una nube no muy grande pero sí de un denso azul oscuro. Lo malo es que no tenía la referencia de nadie que hubiera subido primero para saber que hacer. Intenté que me lo aclararan por radio pero no me oyeron. Así que, entre la falta de guía, la intención previa de hacer solo un planeo, el propósito de grabar los aterrizajes y sobre todo, la nube negra que sin duda me estaba absorbiendo, decidí una retirada a tiempo. La siguiente cosa novedosa para mí fue meter orejas, las más grandes que he metido hasta ahora, con las manos de los cordinos por debajo de los mosquetones, y que no bajara.
Solo cuando me alejé hacia el valle, ya sobrepasada la zona del aterrizaje, empecé un buen descenso. Había turbulencia y la vela, con ambos extremos bastante remetidos, hacía amagos de plegada mientra daba camballadas. La dirigía solamente con la inclinación del cuerpo. Estuve tan ocupado en el pilotaje que ni siquiera regulé la silla, se puede hacer en vuelo, y pasé todo el tiempo con la barriga encogida. Volví a aterrizar en mi finca preferida junto al oficial ya que aunque venía con buenas intenciones, el viento en contra había subido y me quedé sin margen. El contacto fue regular. El legítimo propietario -yo solo soy un ukupa dominguero- ha reforzado la alambrada como si temiera un ataque del Vietcom con una nueva línea de alambre de espino y ha clausurado las puertas. Con Dios y ayuda de los jóvenes colegitas sevillanitos, pasamos la vela evitando los enganchones y yo mismo logré hacerlo sin ningún siete en el mono.
Una macedonia de velas emulaba un ramos de flores sobre el Mogote mientras Gastón resaltaba con sus acrobacias. Alguien comentó lo rápido que progresa Pablete y los disgustos que da el exceso de confianza. El viento arreciaba. Algunos aterrizaban hacia atrás y otros fuera de campo. Grabé a casi todo el que llegó, aunque a demasiada distancia y con poca luz. A eso de las cuatro, arriba se puso imposible.
En la venta, por cinco euros me llevé una aceptable macetita de espárragos de campo y le di algo de vidilla al desempleado cinco millones y pico. Por último, me sorprendió ver la buena pinta que tienen los callos con garbanzos, lo que puede comer un asturiano delgado como un mimbre y lo bien que suena la risa de una gallega bonita. También, de la cantidad de canciones que caben en un teléfono 3G. Una banda sonora de rockeros clásicos nos acompañó a la vuelta, mientras la tarde, cada vez más luminosa, parecía haberse vuelto del revés. En Sevilla cambié los espárragos por un beso y salí ganando por muy buena que salga la tortilla.