La jornada de vuelo se está convirtiendo en un día importante de la semana, como esos amores que entran casi sin hacerse notar y con el tiempo calan tanto que su pérdida se hace insufrible. Es además un potente balsámico que disipa los malos humores de la semana, y hay semanas donde además de malos humores hay hiel, mala baba y peor leche. El día de vuelo es mucho más que un despegue, unos trasiegos y un aterrizaje.
Los de Triana llegamos al cortijo a tiempo de desayunar, ayuno y pilotaje casan mal. Otros prefirieron Cañete, con desigual fortuna. En Levante el viento no se definía, a lo que nos tiene acostumbrados últimamente. La cosmopolita concurrencia -alemanes, franceses, ingleses y andaluces- coexistían en la explanada, formando corrillos que se hacían y deshacían como los cúmulos en día de térmicas, eso sí, cada uno con su grey. Es buena ocasión para entrenar habilidades sociales y practicar idiomas si uno se siente capaz. Uno grupo se decidió por el despegue de Nordeste, a veinte minutos de marcha. Varios lo intentaron desde el mismo Levante, unos lo consiguieron y otro arbustizó nada más despegar, bautizando su ala nuevecita con las hojas pinchudas de la ladera. El galo no sabía decir "gracias" en español... ni en francés. Asombrados nos dejó el colega que estuvo una hora de reloj batallado con una lomita a Este que vista desde arriba apenas levantaba un palmo. No remontó, pero fue la estrella del momento. Los de Zero Gravity siguen enseñando y un recién egresado nos pide ingresar en en la secta, habrá que preparar la ceremonia iniciática. Aprovechamos el impás para el bocadillo y para socorrer al menesteroso con un cacho de pan, que eso no se le niega a nadie, y nos trasladamos a Poniente.
Allí, viento suave pelín cruzado con rachitas témicas. Los más ansiosos empiezan a salir y los más viejos observan y esperan. El despegue de Andrés me da la señal e inicio el mío con una carrera en zig-zag que parecía estar sorteando una balasera imaginaria. No me hubiera alcanzado bala alguna pero la salida fue un churro, para entretenimiento del personal. Giro a la derecha y empiezo a subir pronto, no muy alto, hasta 1200, y rara vez vuelo por debajo del despegue. El ajuste de la silla funcionó aunque no termina de ser cómoda.
El espacio se fue llenando de parapentistas multicolores formando bandadas que unas veces se concentraban al calor de las ascendencias y otras se disgregaban, huérfanos de líderes. Ahora todo el mundo vuela mezclado, arriba hablamos el mismo idioma. Había que estar atento a las idas, y sobre todo a las venidas, de los pilotos con los que nos entrecruzábamos, ejecutando en el aire una especie de capoeira contínua de perfección caótica. Vi al Pacomesa que se perdía, altísimo, a Andrés igual de lejos, a Pablete haciendo barrenas y a Carlos en los confines del espacio-tiempo. Lili, la simpática anglo-oriental que había conocido por la mañana, debía estar por allí también, sin que supiera donde ya que se me olvidan pronto las libreas de las velas. Meneos frecuentes y un par de plegaditas animan las evoluciones, me tranquilizaba saber que el ala vuela asentada, con cuatro kilos por encima de su límite. Como escenario, un fondo de relieves y colores atenuado por el velo blanquecino de la calima.
Cuando me sentí satisfecho puse rumbo al aterrizaje, donde llegué con la sobrada altura de siempre. En el último momento, el viento pareció cambiar y, ante la duda, encaro el trigal junto al campo oficial, ya casi de mi propiedad a fuerza de uso. Me poso con suavidad, para compensar el mal despegue, el viento y la aplicación precisa de los frenos ayudan. Sin tregua, me uní a quienes hacían campa tratando de desentrañar por qué la vela se me descontrola tanto. Observé que mientras otros, insultántemente jóvenes y expertos, jugaban con sus parapentes a modo de cometas, llagando a "derribar" al enemigo, yo solo la mantenía arriba a duras penas. Leo me dio una clave: subir el ala muy despacio ayuda a controlar, a él le pasaba lo mismo que a mí. Carlos lo confirma. El enjambre de parapentistas -llegue a contar sesenta- se fue disolviendo y un festival de aterrizajes nos alegró la vista, cuando ya oscurecía. Parecían los aviones japoneses regresando a sus portaviones después del ataque a Pearl Harbot. Unos lo hacían sobre la pista y otros caían al verde mar de los trigales.
Cenita ligera, rica rica, en buena compañía y mejor servida, por fin una cantinera guapa y simpática -¿Me pones un Rivera? - De eze no tengo, zemacabao, tengo Rioja de la caza. -Pues entonces no quiero Rivera, quiero Rioja. ¡Divino acento serrano, que nunca se pierda! Un par de chistes hicieron fortuna, uno el del granjero que decide estrenar la ordeñadora automática consigo mismo antes de descubrir que no había forma de pararla hasta que no hubiera extraído veinte litros de leche. Lili aprendió a decir "una hartá" y "perito" en vez de "perrito". Nosotros intentamos pronunciar correctamente Clint Eastwood: imposible.
Un cielo negro perlado de esas estrellas que han desparecido de las ciudades nos cubrió la vuelta. Por teléfono, un colega nos confirma un percance con lesiones. Le damos ánimo y le deseamos que se recupere pronto. Me doy cuenta de lo bonito que suena el italiano hablado entre una pareja que se quiere, aunque a ella se le escuche por un altavoz que distorsiona. ¡Que bonito es el amor, en cualquier idioma!