Nadie diría cuando el viernes salimos de Sevilla, bañada por una llovizna agónica, que en Matalascañas tendríamos ese sol limpio tras la tormenta. Íbamos Jota de Zero -nos llevaba en su coche- Pablete, José Luis, un alumno afortunado, y yo. Accedimos a las dunas por detrás del camping, ignorando el despegue del Bananas, de tan malos recuerdos, excepto Pablo, que le tiene cogido el punto a la plataforma del chiringuito. El viento era potente y bien encarado. Jota salió desde el acantilado del camping para esperarnos en el despegue de las dunas y José Luís y yo cargamos los mochilones y atacamos la playa. Los veinticinco kilos de peso de mi equipo se convirtieron en cincuenta tras recorrer el kilómetro corto hasta la subida a la duna, lo mismo que 5º bajo cero dan una sensación térmica de por lo menos -15º cuando hace ventisca. En cuanto termine de perder peso,solo me faltan cuatro, cambio de equipo, por la gloria de mi madre. El bueno de Jota subió mi mochila por el cuestarrón último, a mí me habría costado.
Se veían alas a todo lo largo del acantilado, aunque se concentraban principalmente sobre la duna grande. Conté por lo menos treinta. Jota preparó al alumno y al tercer intento estaba ya en el aire, respondiendo con destreza a sus indicaciones y metiéndose enseguida dentro de la bandada. He vuelto a tener problemas con el despegue y salí al tercer intento. El viejo asunto de sentarme en la silla antes de tiempo sin poder evitarlo. Claves que me indica Jota: no me inclino lo suficiente hacia delante y pongo los brazos demasiado extendidos con lo que freno el ala a destiempo. Hay otra más: llevo la bolsa trasera tan cargada que en cuanto la vela alza la silla, esta bascula hacía atrás, y me sienta como si me recogiera con una cuchara. El tercer intento es aceptable y giro hacia la duna madre. El resto, una gozada de perspectivas, viento, dunas, playa y el sol omnipresente reflejándose en el mar. Llego hasta la casita y practico giros rápidos sobre la zona más alta. A las dos horas, si darme cuenta me quedo casi solo y Pablete y Jota me dicen por la radio que hay que volver. Jota vuelve rascando acantilado, el alumno pincha pronto y yo después. El chico aprende deprisa: quiere ser traumatólogo, podremos ponernos en sus manos.
El domingo, servicio a domicilio, me recogen Andrés -en su coche- y Carlos a las puertas de mi estudio. La cosa va de Montellano, aunque a otra gente le fue bien en Algodonales, e incluso en el nuevo sitio de Prado del Rey. No conocía el despegue de abajo y hago de piloto catavientos saliendo el segundo: Andrés lo hizo antes pero con su supervela no cuenta como prueba. Sin advertírselo a nadie, reestrenaba mi protección de hípica para el pecho, que había modificado para que no me apretara la garganta. Menos mal que pinché y bajé rápido porque me estaba dando una auténtica atragatá en el gañote. Lógicamente, dejé de usarla. Ya se me ocurrirá algo. Subimos al despegue alto, donde Jota y su colega hicieron al menos dos bautizos de vuelo cada uno. Gratificante era ver el entusiasmo de los pasajeros -la primera, una dama cercana a la tercera edad- y de sus familiares, que aplaudían nada más despegar. Un incidente: alguien que pretende ayudar sin saber tira del asa del paraca de Jota y se suelta instantes antes de iniciar el despegue, que rápidamente aborta. Si otro menos experto llega a salir, hubiera entrado en perdida enseguida por el freno del paracaídas ¡Uffff!
El segundo vuelo empezó con un revolconcito que me recordó el hardazo que me di en el mismo sitio semanas atrás. Este finde ha sido de superación del miedo a Montellano y del pánico a Matalascañas: había que volver al lugar de los crímenes. Por radio me entero de que Carlos ha llegado a Puerto Serrano, luego supe que subió a mil metros por encima del despegue. En el segundo intento, auxiliado por un colega al que, como tantos en este deporte, no hay que pedírselo, despego bien y tomo altura enseguida, llegando a doscientos sobre el despegue. Otros, al verme se animan. Fue un vuelo metafórico de una vida agitada, unas veces arriba y otras abajo, con turbulencias que había que trabajar y con cambios de posición rápidos, de los que te levantan el ánimo decaído o te hacen una cura de humildad: mira que chulo soy, que alto he llegado, descendencia para abajo, que mala suerte, que me hundo, empujoncito para arriba. Y así hasta que -otro tropezón en la misma piedra- me vuelvo a meter en la zona de fuga y bajo sin remisión. Como la bola en la ruleta, espero a ver donde caigo, librándome del matorral, del olivar, de la bronca del labrador por pisar su sembrado, para aterrizar finalmente en un barbecho a dos metros de una alambrada de púas que ya hubieran querido para si las trincheras de la primera gran guerra. Me fastidia que la mano izquierda se me haya contracturado por momentos durante el vuelo, habrá que hace ejercicio.
Me piden que busque como subir, si no lo consigo ya bajarán a por mí. Ni corto ni perezoso emprendo el camino, calculo que dos o tres kilómetros de cuestecitas, llanitos, y repechones. Los bastones de senderismo son imprescindibles, lo de llevarlos en la silla lo aprendí de Carlos. Un lugareño esquila un borrico tataranieto de Platero y unas cabras me miraban subir la cuesta más empinada preguntándose que quien estaba más loco, si ellas que tiene la fama o yo. El macho cabrío las miraba a ellas y yo me preguntaba a la vez si le gustarían más las cabras que tienen las ubres grandes o pequeñas, pues en ubres de cabras, en preferencias de machos cabríos, al igual que en los hombres con sus homónimas, debe haber para todos los gustos. Me quedé si respuesta, el macho se puso a lo suyo, seguir pastando, y yo a lo mío, seguir subiendo.
Arriba me tildaron de loco por la subida a pata, y yo les saqué lo del colesterol. Leo, después de explicarme la técnica del despegue con las dos bandas A en una sola mano -yo uso la de bandas cruzadas- me anima a salir otra vez, al igual que Andrés. Lo hago bien, con algo de ayuda, y me doy uno de los mejores vuelos que he realizado hasta ahora, por el momento mágico del día, cuando el sol regala su brillo más selecto para que la naturaleza luzca sus más bellas galas. Es un vuelo casi poético que merece ser narrado por mejor pluma , con el añadido de otro parapentista, Andrés, planenado cerca, a veces en formación y otras dejándose siluetear por unos contraluces sobre el sol del atardecer imposibles de substraer a la retina a pesar del riesgo de lesión ocular. Vivencias así los domingos dulcifican los amargores de diario.
Sospechamos que el viento está fuerte abajo y descendemos aterrizando sin ningún problema, por una vez lo hago de pie: los hombres mean y aterrizan de pie. Mientras recogemos, un sevillanito enriquece el lenguaje: -Iiiillo ¿así recogeé la vela? quién te ha "aprendío". -Querrás decir "enseñao. -No, "apredío", del verbo "aprendir". -Oye, ¿tienes una repollera? -bolsa para guardar el parapente-, -No ¡tengo un repollón!
En el bar del pueblo, de malnombre zanahorio por su especialidad en este condumio, discutimos sobre el conflicto que ha surgido entre campesinos y parapentistas. Estos no saben que los del campo se encuentran muy jodidos porque la sequía les ha arruinado la cosecha. Si además, un montón de despistados les pisan sus raquíticas plantas, el desastre va a ser mayor. Están muy, muy cabreados y se debería hacer algo. Primero, no ser bordes, que hay quienes les ha contestado mal cuando han sido recriminados, y luego hay que buscar fórmulas para compensar posibles perjuicios. La Federación debería mediar con los organismos locales en este asunto y tratar de convertir el parapente en algo bueno para el pueblo en vez de en un perjuicio.
La vuelta, un inesperado debate sobre la naturaleza de la ciencia entre un erudito de vocación, un investigador de oficio, y un curioso de vicio -vicio en el sentido de curiosearlo todo, los vicios ocultos no se mencionan- con enseñanzas para todos. Ya en casa, cansado pero contento.